Esa tarde me levanté de mi cama con dos misiones, la principal era ver si había algo para rescatar en la pereciente relación con mi novia. Y para esto, que mejor que ver películas. Obviando el hecho de que la segunda misión era una consigna propuesta por mi profesor de taller, la misma me parecía genial. La idea de hacer una crónica sobre un festival de cine como el BAFICI era muy atractiva. Vale aclarar aquí que no se me iluminaba ninguna lamparita al hablar del género de la crónica, más que lo que uno puede haber escuchado hablar sobre “la crónica periodística” y tal. Pero bueno, como dije, tenía una misión principal y mal que mal no se terminaba de relacionar completamente con mi otra misión. Con esta dicotomía en mente agarré mi celular y le escribí a Lucía, la que llegó puntualmente a mi casa una horita después. La miré a los ojos y lo sentí, Mal de amores mal que yo elijo- no había nada que hacer. Igual pensé que el plan para la tarde ya estaba propuesto y yo no podía recular ahora. Intercambiamos palabras como dos extraños por unos minutos hasta que se me hizo insostenible y le dije que saliéramos, que se nos iba a hacer tarde para el cine. En la puerta ella me tomó de la mano y nos dirigimos hacía las calles sucias y hermosas del centro de Baires. Calles repletas con bares, restaurantes y pizzerías que transpiran grasa como una fugazzeta recién sacada del horno, debajo de notables edificios deco con aire francés, en los que los oficinistas se comen el pelo de los nervios y los escupen en tachos de basura. Tachos negros, altos y gordos, que en vez de cobijar justamente -basura- cobijan personas. Aunque para algunos de los rostros con los que podes intercambiar ideas en el centro, estas personas bien podrían ser consideradas basura, y por ende el tacho es su lugar idóneo. De esos rostros me trato de alejar ahora mismo, mientras pateo envoltorios de alfajores bajo la luz de faros ingleses, mientras tomo de la mano a una persona a la que supe amar pero que a fin de cuentas no paro de dañar. Así, en silencio, pasaban las cuadras, las calles y las avenidas -San Martín, Paraguay, Córdoba, Viamonte, Tucumán- hasta pisar Lavalle, callecita donde doblamos a la derecha para entrar en una angosta selva de asfalto y hierro. En este delirio cotidiano se mueven miles de almas por día, y éramos solo dos más en ese barullo. Pero las imágenes de ese barullo te interpelan, y te obligan -a mi parecer- a reflexionar ante lo crudo de todo. Igualmente, estando a tres cuadras de la Times Squares tercermundista por excelencia, y del obelisco, la cosa cambia. Sobre calles grises adoquinadas tipos grises de traje con maletines y mocasines se exhiben junto con turistas de todos los colores, chicos y chicas arregladitos, con peinados raros, piercings afilados, pantalones anchos y camperas de cuero, fumando, charlando. Como un voyeur me dejo atravesar por todo hasta que Lucía me zarandea el brazo y me dice -Llegamos Lean, ¿Querés entrar?
Cuando atiné a responder ya estábamos adentro del “monumental” Cineplex de Lavalle y Esmeralda. Mire a mi alrededor, ese centro estrambótico se había esfumado y la nostalgia me abrazaba por todas partes, pisos de mármol de un negro reluciente, pantallas y carteles que enseñaban los últimos estrenos, y advertían a los inadvertidos del festival BAFICI. Verdaderamente era una escena más agradable a los sentidos, y esto no hacía más que incrementar mis deseos de entrar a la sala de cine. Pero antes, había que cumplir una formalidad: acercarse hasta el mostrador, elegir una película y validar el ticket virtual. La película que elegimos llevaba por nombre “El perfume verde” o “Le parfum vert” en su idioma original. Entramos a la amplía sala, iluminada levemente por unas luces tenues, y elegimos azarosamente donde sentarnos. Lentamente la sala se fue llenando de personas, y lentamente también las luces se fueron apagando. Hasta que de repente nos quedamos a oscuras. Se encendió la monumental pantalla y luego de unos densos avisos publicitarios, en los que -cabe destacar- la presencia de la imagen del pre candidato a presidente: el pelado Larreta, quién se fue triunfalmente abucheado por el noventa por ciento de los presentes. Personalmente, estaba contento de cumplir ahora sí mi rol de voyeur al pleno sentido de lo propuesto por Christian Metz: un mirón inhibido que mira la historia que cuenta la pantalla como a través de la cerradura de una puerta; como si la misma se estuviese llevando a cabo en ese preciso instante. Y así estuve con el culo pegado a mi butaca todo lo que duró la entretenida película, la cual seguía a un hermoso actor que busca su amor en el medio de un rejunté de acontecimientos de mierda ¡Al igual que yo!. Con la diferencia de que en la película -como siempre- hubo un final feliz. Mientras que en mi realidad, el final fue más bien amargo.