jueves, 21 de septiembre de 2023

recuerdos tempranamente tontos y oscuros

 Entonces, sentado ahí, pensando, divagando en los desiertos de mi frágil memoria, me puse a recordar. Recordar algo, que no me parta al medio, algo contento. Pero no terminaba de funcionar. Sentía, olía, veía; los rostros, los cuerpos, las sombras, pasar y pasar de aquí para allá. Era de noche. Yo, nocturno, odioso, salvajemente solitario y cansado, caminaba por el borde de la autopista "Acceso oeste". Las amarillentas luces cálidas me encandilaban, a medida que mis pasos me adentraban más y más en esa turbada soledad, de la quien no encuentra a quien pedir ayuda. A mis dos acompañantes no podía confiarles esa parte de mi corazón. Dos entes sumidos en la euforia no podrían comprenderme. Jamás. Ellos pedían la demencia. Me resultaba más cómodo y conocido cerrarme, seguir observando en silencio el decadente panorama que proponía esa autopista. Asfaltada a duras penas, cada tanto se aproximaba lentamente uno que otro autito de mala muerte, para hacernos luces. Después de todo, era una escena atípica. Cada tanto también se aproximaban las entradas a distintos barriecitos, con calles de tierra y esta vez sin luces, pero sí con olor a basura quemada, hedor que se metía en mi olfato y me incitaba a devolver mi almuerzo. Cuando mis ojos enfocaban ese porvenir, sabía que no quería dirigirme hasta ahí. Quería volver a mi casa, en Retiro, o a la de Carilo, esa en la que imaginaba duendes saltar y jugar en su patio con forma de pozo, en el que me tiraba por horas al sol, a esperar la hora de merendar, en la que comía medialunas y tomaba la chocolatada. Mientras mi viejo sacaba fotos, fotos que aún conservo en carpetas en mi computadora, como mi única coda hacía esos años, ciertamente felices y más luminosos que las calles de tierra que pateaba en esos momentos mi yo de quince años. Triste, drogado, y solo.

Fatalmente solo.

Pero entre la soledad que tanto me agobiaba y la felicidad que tanto añoraba no hay ninguna diferencia. Son dos recuerdos, que creo recordar cuando estoy solo, cuando estoy acompañado. Se saludan de ventana a ventana y me sacan la lengua, con una mueca graciosa. Cuando mi gato se sienta encima mio mientras estoy acostado y me estornuda en la cara, resuelvo felicidad, pero de su melancólico observar por la ventana, acostado sobre el sillón en un día gris, entiendo soledad. Solamente reír, genuinamente, se abre paso en mí como algo real. Me devuelve a la silla desde la que escribo, y me pone con las patas mirando hacía el techo. El ver su rostro, reír, genuinamente, me devuelve la lucidez y la cordura. Que creí perder, hace mucho tiempo.     

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