jueves, 26 de octubre de 2023

Crónica (borrador)

 

Hace unos meses tuve una conversación con mi padre, Claudio Canonico acerca del retorno de la democracia en el país y sobre la última dictadura. Teniendo como punto de partida el veinticuatro de marzo, fatídico día en el que se arrebató la democracia -por última vez- de las manos del pueblo argentino, le pregunté acerca de su experiencia, habiendo vivido ese día, esas, semanas, meses, años. El recuerdo que le dejaron, como le afectaron. Empecé por lo que más me intrigaba, siendo la juventud de mi padre una etapa desconocida para mí. Quería saber cómo había sido vivir su adolescencia en ese entonces, en plena dictadura militar, para contrastarla luego, supongo, con mis veinte años vividos en democracia. Fue entonces que a partir de esta charla comencé a tratar de reconstruir un pasado: ese pasado, tan nuestro, del que tanto había escuchado hablar. Los días, las horas, los minutos, pasaban, sin que yo pudiese dejar un trazo de lo que estaba reconstruyendo. Sentía un enorme respeto, y cierto pudor ansioso. Sentía que el lugar desde el que hablase tenía que ser perfecto.

 Hasta hoy, un día lluvioso de octubre, de dos mil veintitrés, un día después de las elecciones nacionales, en las que la fuerza política que quedó en segundo lugar, de cara al ballotage, además de reivindicar el militarismo de estos años, y etiquetar las atrocidades cometidas contra la población civil como “excesos”, trae devuelta un discurso en detrimento de los derechos humanos, derechos por los que lucharon miles de argentinos en estos últimos cuarenta años. Por esto decidí que hoy era el momento de comenzar a escribir, para dejar testimonio de lo que sucede, en ojos de los “insignificantes” si se quiere, de la historia argentina, cuando se vive una dictadura militar.

 Madrugada del veinticuatro de marzo, del año mil novecientos setenta y seis. En la casa del joven Claudio Canonico, de dieciséis años, los que pueden permitírselo duermen. Duermen tranquilos, a pesar del tenso clima político y social de incertidumbre que domina en el país. Su padre, Piero Oreste Canonico, es un inmigrante italiano, que después de combatir en la segunda guerra mundial, decidió asentarse en la Argentina, para no volver nunca más a esas tierras que vieron nacer al fascismo que lo mando a matar y morir al campo de batalla. Por otra parte, su madre se llama Nelly Esther Iñigo, y es oriunda de Tucumán, hija de un terrateniente que nunca la reconoció. Juntos criaron a Claudio y a Eduardo, su hermano mayor, lo mejor que pudieron; les dieron educación, comida, cariño, y todo lo que pudiera permitirse. Estaban acostumbrados a que el día a día fuese duro, pero con el trabajo de Piero, y el afecto de Nelly, la casa y la vida familiar se mantenían ordenadas y tranquilas. En las semanas previas al veinticuatro de marzo en los diarios, la radio y la televisión informaban de atentados, secuestros, violencia y caos en la ciudad, Claudio les prestaba especial atención, por ejemplo, recordaba perfectamente la masacre de Ezeiza, que tuvo lugar en el setenta y tres, cuando Perón regresó a la Argentina de su exilio. El escuchaba estos salvajes hechos, pero no los vivenciaba en su cotidianeidad. Claudio y su familia vivían sobre la colectora Panamericana en Martínez, provincia de Buenos Aires, y no transitaban demasiado el centro de la ciudad, lugar de donde provenían la mayoría de estas noticias. Tal vez por esta costumbre de informarse, fue que en las primeras horas que siguieron al amanecer, mientras su padre se preparaba para ir a trabajar, y él se alistaba para ir a la escuela, Claudio prendió la radio. Tal vez quería seguir al tanto de como evolucionaba este panorama de “efervescencia política”. Tal vez. Sin embargo, en la radio no sonó la voz usual, esta vez se escuchaba hablar a una voz aguda, otra, que se pronunciaba en nombre de “la junta militar”, y les comunicaba que, a partir de ese día, en palabras de Claudio, cuarenta años más tarde, se habían esfumado las libertades cívicas, bajo -nuevamente- una dictadura, en donde el estado de derecho había cesado de existir.  “Se comunica a la población que a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta Militar. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a la disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial. Así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones. Firmado: Jorge Rafael Videla; Teniente General, Comandante General del Ejército. Emilio Eduardo Massera; Almirante, comandante General de la Armada. Orlando Ramón Agosti; Brigadier General, Comandante General de la Fuerza Aérea”. Esto fue textualmente lo que Claudio y parte de su familia escucharon en esa desolada mañana. La reacción inicial fue de incertidumbre. Se tenía que llevar a cabo una operación densa. Y esa operación tenía el nombre de Proceso de Reorganización Nacional. La cifra -abierta- como reclamo constante, que dejo, de detenidos y desaparecidos es de treinta mil, aunque hoy muchos la busquen refutar, denotando así no otra cosa que su apoyo moral y hasta cómplice a esta sangrienta operación. Que la duda surja en cierto sector igualmente es de entender, ya que, en esos años, el argentino promedio, era testigo únicamente de los hechos que la junta quisiese que fuese testigo. Con todos los medios de comunicación intervenidos, -radio, televisión, diarios- y en manos del estado, lo que llegase a través de este medio pasaba a ser lo verosímil, lo real, sobre lo que se estaba viviendo. No había con que ponerlo en cuestión, a groso modo. Militares en las calles, supliendo a las fuerzas policiales, tanques desfilándose por las grandes avenidas en los desfiles militares, agentes “de civil” con gafas negras polarizadas, y bigotes que cubrían sus rostros como una máscara homogénea del abuso. Claudio los veía, los sentía, mirar, analizar, por encima de su hombro, cuando paseaba por la calle, cuando iba al colegio, cuando volvía, cuando decidía salir, los veía subirse al colectivo para pedir documentación, para a veces llevarse a algunos de los que les daban esa documentación.   

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