Hace unos
meses tuve una conversación con mi padre, Claudio Canonico acerca del retorno
de la democracia en el país y sobre la última dictadura. Teniendo como punto de
partida el veinticuatro de marzo, fatídico día en el que se arrebató la democracia
-por última vez- de las manos del pueblo argentino, le pregunté acerca de su
experiencia, habiendo vivido ese día, esas, semanas, meses, años. El recuerdo
que le dejaron, como le afectaron. Empecé por lo que más me intrigaba, siendo
la juventud de mi padre una etapa desconocida para mí. Quería saber cómo había
sido vivir su adolescencia en ese entonces, en plena dictadura militar, para
contrastarla luego, supongo, con mis veinte años vividos en democracia. Fue entonces que a partir de esta
charla comencé a tratar de reconstruir un pasado: ese pasado, tan nuestro, del
que tanto había escuchado hablar. Los días, las horas, los minutos, pasaban,
sin que yo pudiese dejar un trazo de lo que estaba reconstruyendo. Sentía un
enorme respeto, y cierto pudor ansioso. Sentía que el lugar desde el que
hablase tenía que ser perfecto.
Hasta hoy, un día lluvioso de
octubre, de dos mil veintitrés, un día después de las elecciones nacionales, en
las que la fuerza política que quedó en segundo lugar, de cara al ballotage,
además de reivindicar el militarismo de estos años, y etiquetar las atrocidades
cometidas contra la población civil como “excesos”, trae devuelta un discurso
en detrimento de los derechos humanos, derechos por los que lucharon miles de
argentinos en estos últimos cuarenta años. Por esto decidí que hoy era el
momento de comenzar a escribir, para dejar testimonio de lo que sucede, en ojos
de los “insignificantes” si se quiere, de la historia argentina, cuando se vive
una dictadura militar.
Madrugada del
veinticuatro de marzo, del año mil novecientos setenta y seis. En la casa del joven
Claudio Canonico, de dieciséis años, los que pueden permitírselo duermen. Duermen
tranquilos, a pesar del tenso clima político y social de incertidumbre que domina
en el país. Su padre, Piero Oreste Canonico, es un inmigrante italiano, que
después de combatir en la segunda guerra mundial, decidió asentarse en la
Argentina, para no volver nunca más a esas tierras que vieron nacer al fascismo
que lo mando a matar y morir al campo de batalla. Por otra parte, su madre se
llama Nelly Esther Iñigo, y es oriunda de Tucumán, hija de un terrateniente que
nunca la reconoció. Juntos criaron a Claudio y a Eduardo, su hermano mayor, lo
mejor que pudieron; les dieron educación, comida, cariño, y todo lo que pudiera
permitirse. Estaban acostumbrados a que el día a día fuese duro, pero con el
trabajo de Piero, y el afecto de Nelly, la casa y la vida familiar se mantenían
ordenadas y tranquilas. En las semanas previas al veinticuatro de marzo en los
diarios, la radio y la televisión informaban de atentados, secuestros,
violencia y caos en la ciudad, Claudio les prestaba especial atención, por
ejemplo, recordaba perfectamente la masacre de Ezeiza, que tuvo lugar en el
setenta y tres, cuando Perón regresó a la Argentina de su exilio. El escuchaba
estos salvajes hechos, pero no los vivenciaba en su cotidianeidad. Claudio y su familia vivían sobre la colectora
Panamericana en Martínez, provincia de Buenos Aires, y no transitaban demasiado
el centro de la ciudad, lugar de donde provenían la mayoría de estas noticias. Tal vez por esta costumbre de informarse, fue que en las primeras
horas que siguieron al amanecer, mientras su padre se preparaba para ir a
trabajar, y él se alistaba para ir a la escuela, Claudio prendió la radio. Tal
vez quería seguir al tanto de como evolucionaba este panorama de “efervescencia
política”. Tal vez. Sin embargo, en la radio no sonó la voz usual, esta vez se
escuchaba hablar a una voz aguda, otra, que se pronunciaba en nombre de “la
junta militar”, y les comunicaba que, a partir de ese día, en palabras de
Claudio, cuarenta años más tarde, se habían esfumado las libertades cívicas,
bajo -nuevamente- una dictadura, en donde el estado de derecho había cesado de
existir. “Se comunica a la población que
a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la
Junta Militar. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a
la disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o
policial. Así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes
individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal
en operaciones. Firmado: Jorge Rafael Videla; Teniente General, Comandante
General del Ejército. Emilio Eduardo Massera; Almirante, comandante General de
la Armada. Orlando Ramón Agosti; Brigadier General, Comandante General de la
Fuerza Aérea”. Esto fue textualmente lo que Claudio y parte de su familia
escucharon en esa desolada mañana. La reacción inicial fue de incertidumbre. Se
tenía que llevar a cabo una operación densa. Y esa operación tenía el nombre de
Proceso de Reorganización Nacional.
La cifra -abierta- como reclamo constante, que dejo, de detenidos y
desaparecidos es de treinta mil, aunque hoy muchos la busquen refutar,
denotando así no otra cosa que su apoyo moral y hasta cómplice a esta sangrienta
operación. Que la duda surja en cierto sector igualmente es de entender, ya
que, en esos años, el argentino promedio, era testigo únicamente de los hechos
que la junta quisiese que fuese testigo. Con todos los medios de comunicación
intervenidos, -radio, televisión, diarios- y en manos del estado, lo que
llegase a través de este medio pasaba a ser lo verosímil, lo real, sobre lo que
se estaba viviendo. No había con que ponerlo en cuestión, a groso modo. Militares
en las calles, supliendo a las fuerzas policiales, tanques desfilándose por las
grandes avenidas en los desfiles militares, agentes “de civil” con gafas negras
polarizadas, y bigotes que cubrían sus rostros como una máscara homogénea del
abuso. Claudio los veía, los sentía, mirar, analizar, por encima de su hombro,
cuando paseaba por la calle, cuando iba al colegio, cuando volvía, cuando
decidía salir, los veía subirse al colectivo para pedir documentación, para a
veces llevarse a algunos de los que les daban esa documentación.
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