Entonces, cuando ví la cruz erigida a lo lejos, no pude más que frenar y gritar ¡Aleluya! con toda mi restante capacidad pulmonar. A mi grito respondió un solo trueno, dibujado en el cielo azul marino cómo un espejismo. Y lo siguió una intensa lluvia negra que se abalanzó sobre mi carne desnuda, sobre mis huesos. Creí sentir, en ese momento, la furia de eso que llaman dios. Todos estos años estaba escondida ahí, atrás las montañas, en ese pueblo que por alguna razón me sentía como en casa. Desde el patio de Mamila, sucio, desordenado y hermoso, hasta la ruta sin pavimentar y arenosa, todo me hacía sentir justamente como en casa. Pero había algo en este camino que ahora me hacía caminar torpemente. Que me revoleaba bruscamente a la reflexión, poniendo a prueba mí escepticismo, mí propia existencia en ese lugar. Las placas de cerámica, algunas rotas, algunas enteras, que representaban a Cristo cargando su cruz hasta lo alto de esa montaña, me estaban aprendiendo una verdad indiscutible, demasiado real como para negarla. ¿Quién era yo para negarla? la historia al fin y al cabo daba cuentas de esa persona, que murió en una cruz, y que sembró la semilla ideológica más fuerte, duradera y oscura que jamás conocimos como civilización. ¿Y aparte quién era yo para no rendirme a sus pies? a sus fauces. Yo era yo. Pero yo no significa nada. No me pude tranquilizar y continué. Los arañazos de las ramas, de las plantas y de los arboles se tornaban coloradas en mi espalda y brazos, y cada vez me molestaban más, pero ahora mi paso estaba despejado, solamente se veían rocas, lisas, marrones y arcillosas, que me invitaban hasta esa enorme cruz metálica, donde no había lluvia, donde todo era hermoso. Por mi parte ya había intentado dejar de subir dos veces, primero a los tres kilómetros, cuando llegue a la primera cumbrecita, y me recibieron unos caballos poco amigables, y después a eso de los seis kilómetros, cuando pensé llegar al final de la montaña, hasta que ví como inexorablemente continuaba erigiéndose, cada vez más altas, las pilas y pilas de rocas repletas de vegetación y tierra. Así que en este punto, me pareció que solo me quedaba terminar de subir hasta esa cruz, que silenciosamente me había estado llamando desde que salí de la casa, para perderme en la ruta más de una vez, caminando por un río seco inmenso, y por casas que no me invitaban a pasar, y por ranchos llenos de animales que me gruñían y me rechazaban, instándome a volver por donde había venido. Ahora la veía. No nos separaban más que unas trescientas piedras, y si bien el miedo ya me empezaba a carcomer, miraba para abajo y veía mis botas subir y subir, pisando y trepando, entre rocas mojadas, grafitis borroneados que indicaban el sendero correcto y bichos que saltaban despavoridos con cada paso mío. Cada vez más cerca. La lluvia y el frío me hacían doler la piel, la musculosa que tenía tampoco me ayudaba, me raspaba las heridas, haciéndolas sangrar. Pero estaba cada vez más cerca. Cada vez más cerca. Convertirme en una placa más de la montaña. ¿Lo había soñado? no podía estar soñando. El dolor era real, la angustia también, mis botas, subir y subir. Subir era real. Lo mágico no me es ajeno. Lo real tampoco. Un último caracol hasta llegar. La ciudad está lejos, no recuerdo nunca haber ido hasta allá, nunca, siempre había estado acá. Entre las nubes. Enfrente de esta enorme cruz. Rompo en llanto, las cumbres verdes radiantes iluminan todo a lo largo y ancho del continente. El sol finalmente rompe a su vez a la lluvia y me llena de color, de alegría insana.
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